LA PLAZA DEL GRANO
por
Ara Antón ( Escritora)
La
Plaza del Grano de León, como todos los cascos antiguos de las ciudades, no es
solo un espacio más o menos adornado, poblado con edificios o vacíos, es un
testigo silencioso, pero presente, de las generaciones que a lo largo de los siglos
la habitaron o cruzaron simplemente por ella. En sus piedras están contenidas
las emociones de cada hombre o mujer que la pisó. Ellos le dieron su poder
evocador, que puede trasladarnos en el tiempo y hacernos experimentar, o
simplemente imaginar, cómo fueron aquellos años, de los que solo tenemos
noticia por los escritos, si es que los hubiera. Podemos buscar en su
estructura la época o el personaje que nos interese, pues todos han dejado su
impronta, al adecuarla a su manera, en capas sucesivas sobre ella. No es solo
una plaza, es la suma de las emociones del pasado e incluso de las del
presente, las que nosotros mismos experimentamos al vivirla y contemplarla.
Este lugar sin los hombres no es nada, pero
los hombres tampoco lo somos sin él. El pasado nos ha conformado.
Ninguno podemos librarnos de él, como no podemos cambiar el color de los ojos o
los gestos que hemos heredado, no solo de nuestros padres, de los abuelos,
bisabuelos, tatarabuelos... Y así hasta las generaciones que se pierden en la memoria
del tiempo. Todos están presentes en los individuos actuales y, entre todos,
sin ser conscientes, creamos el entorno que sirve de apoyo para imaginar la
realidad que nos sustenta. Esas gentes le fueron dando forma y nombre según la
iban viviendo. Así, la llamaron del Mercado, de la Cruz, de Santa María del
Camino Francés...
Hubo
tiempos en que presenció cómo la dura y casi siempre necesaria mano de la
justicia caía, con más o menos rigor, sobre acusados de producir daños a
aquella desprotegida sociedad. Más tarde, una alegoría de nuestros dos ríos
intentó lavar el sufrimiento, alimentando la sed de los caminantes o de los
sufridos tratantes que soportaban los calores inmisericordes del verano leonés,
pero no consiguió borrar el recuerdo porque los leoneses no quisieron
olvidarlo, pues habría sido como cortar un trozo de sí mismos y arrojarlo a
cualquiera de sus dos corrientes de agua.
Hasta
la doliente Madre de su maltratada capilla a lo largo del paso de los siglos
fue Morenica en un lejano tiempo. Luego se la conoció como la Antigua y hasta
la Melonera, por una romería que albergaban unos prados no muy alejados de la
iglesita. Se convirtió más tarde en la Virgen del Camino, cuando se reactivó la
marcha de los desorientados peregrinos en busca de sí mismos, por tierras
solitarias, hasta poder abrazar al Apóstol; meta que daba sentido a sus vidas
durante un tiempo y que quizá las cambió para siempre.
En
la placita entraban los carros con las mercancías de los pueblos, que se
llegaban a este otro pueblón más grande, que era León no hace tanto tiempo, a
vender sus excedentes y a comprar aquello de lo que carecían. Y así quedó su
nombre porque allí se traficaba preferentemente con el grano, base de la
alimentación de aquellas gentes y de muchos de nosotros durante siglos.
Es
hermosa, como todo lo auténtico, sin adornos, con su rústica ingenuidad de
siglos, nacida para servir. Cuando se contempla, si se consigue hacer
abstracción de las nuevas construcciones, en las que ya no se pensó en amparar
a los mercaderes del sol o de la lluvia y se prescindió de los protectores
soportales, privando a las gentes y al lugar de su mayor encanto, uno se puede trasladar a un
pasado, no tan lejano, cuando León era el centro de reunión de sus ricas villas
y aldeas y el Mercado se convertía en lugar, no solo de negocio, también de
relación y fiesta. En él se siguen conservando las carencias y abundancias, las
risas y los dolores de aquellas personas, los juegos de sus críos y la
sabiduría de sus ancianos. Ese pasado nos pertenece a todos. Es el espejo que
nos refleja porque nos ha hecho lo que somos, igual que nuestras manos son las
del padre o los andares de la madre.
La
urbe, ahora pequeña y en declive —nunca fue grande, eso es verdad—, tuvo
tiempos que parecieron más prometedores, cuando la montaña daba la mejor carne
y leche, las minas el carbón más resistente y las llanuras el mejor pan y vino.
Esa ciudad guardaba, y guarda aún, tesoros de un pasado glorioso. Sí, ya sé,
hay muchos que opinan que no se debe mirar al pasado. Siento no estar de
acuerdo. Creo que es esa la solitaria realidad que nos queda y que puede
servirnos de motor para poder seguir
comiendo.
Esta
Plaza del Grano, junto con su adulterada, pero aún bella, iglesita del Mercado,
que tampoco se llama así, pero que el pueblo, en su pragmática sabiduría
bautizó de este modo, es una parte importante de ese pasado, lo único que hasta
ahora, por muchos intentos que se han hecho, nadie nos ha podido quitar.
Hemos
perdido la montaña; apenas hay ganaderos. Algunos asturianos, igual que se
llevaron nuestro nombre de astures, o habitantes de las orillas del Astura,
vienen a comprar la jugosa hierba de nuestras laderas y valles, y eso si hay
algún hombre que pueda segar y empacar, sino el verde crece y se agosta y se
pierde y la montaña se muere.
Nuestro
carbón “es muy caro y contamina”, dicen, y las minas, como bocas de difunto
asombrado, quedan vacías y silenciosas. Las tierras del pan y el vino ven sus
inmensas extensiones, pardas y anchas, sin cantos ni risas, sin trabajadores...
yermas.
No
soy arquitecto ni ingeniero —ni siquiera arquitecta o ingeniera—, será por
tanto mi juicio el del ignorante bocazas. Solo soy una defensora de una tierra
a la que amo, que fue grande y que estoy viendo morir día a día. No queda nada;
solo pasado. Respetémoslo. Es hermoso y es nuestro. Quizá aquí vinieran bien
las palabras del poeta: “No le toques ya más, que así es la rosa”.
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