miércoles, 22 de febrero de 2017

La Plaza del Grano. Ara Antón ( Escritora)



LA PLAZA DEL GRANO
por Ara Antón ( Escritora)

La Plaza del Grano de León, como todos los cascos antiguos de las ciudades, no es solo un espacio más o menos adornado, poblado con edificios o vacíos, es un testigo silencioso, pero presente, de las generaciones que a lo largo de los siglos la habitaron o cruzaron simplemente por ella. En sus piedras están contenidas las emociones de cada hombre o mujer que la pisó. Ellos le dieron su poder evocador, que puede trasladarnos en el tiempo y hacernos experimentar, o simplemente imaginar, cómo fueron aquellos años, de los que solo tenemos noticia por los escritos, si es que los hubiera. Podemos buscar en su estructura la época o el personaje que nos interese, pues todos han dejado su impronta, al adecuarla a su manera, en capas sucesivas sobre ella. No es solo una plaza, es la suma de las emociones del pasado e incluso de las del presente, las que nosotros mismos experimentamos al vivirla y contemplarla. Este lugar sin los hombres no es nada, pero  los hombres tampoco lo somos sin él. El pasado nos ha conformado. Ninguno podemos librarnos de él, como no podemos cambiar el color de los ojos o los gestos que hemos heredado, no solo de nuestros padres, de los abuelos, bisabuelos, tatarabuelos... Y así hasta las generaciones que se pierden en la memoria del tiempo. Todos están presentes en los individuos actuales y, entre todos, sin ser conscientes, creamos el entorno que sirve de apoyo para imaginar la realidad que nos sustenta. Esas gentes le fueron dando forma y nombre según la iban viviendo. Así, la llamaron del Mercado, de la Cruz, de Santa María del Camino Francés...
Hubo tiempos en que presenció cómo la dura y casi siempre necesaria mano de la justicia caía, con más o menos rigor, sobre acusados de producir daños a aquella desprotegida sociedad. Más tarde, una alegoría de nuestros dos ríos intentó lavar el sufrimiento, alimentando la sed de los caminantes o de los sufridos tratantes que soportaban los calores inmisericordes del verano leonés, pero no consiguió borrar el recuerdo porque los leoneses no quisieron olvidarlo, pues habría sido como cortar un trozo de sí mismos y arrojarlo a cualquiera de sus dos corrientes de agua.
Hasta la doliente Madre de su maltratada capilla a lo largo del paso de los siglos fue Morenica en un lejano tiempo. Luego se la conoció como la Antigua y hasta la Melonera, por una romería que albergaban unos prados no muy alejados de la iglesita. Se convirtió más tarde en la Virgen del Camino, cuando se reactivó la marcha de los desorientados peregrinos en busca de sí mismos, por tierras solitarias, hasta poder abrazar al Apóstol; meta que daba sentido a sus vidas durante un tiempo y que quizá las cambió para siempre.
En la placita entraban los carros con las mercancías de los pueblos, que se llegaban a este otro pueblón más grande, que era León no hace tanto tiempo, a vender sus excedentes y a comprar aquello de lo que carecían. Y así quedó su nombre porque allí se traficaba preferentemente con el grano, base de la alimentación de aquellas gentes y de muchos de nosotros durante siglos.
Es hermosa, como todo lo auténtico, sin adornos, con su rústica ingenuidad de siglos, nacida para servir. Cuando se contempla, si se consigue hacer abstracción de las nuevas construcciones, en las que ya no se pensó en amparar a los mercaderes del sol o de la lluvia y se prescindió de los protectores soportales, privando a las gentes y al lugar de su  mayor encanto, uno se puede trasladar a un pasado, no tan lejano, cuando León era el centro de reunión de sus ricas villas y aldeas y el Mercado se convertía en lugar, no solo de negocio, también de relación y fiesta. En él se siguen conservando las carencias y abundancias, las risas y los dolores de aquellas personas, los juegos de sus críos y la sabiduría de sus ancianos. Ese pasado nos pertenece a todos. Es el espejo que nos refleja porque nos ha hecho lo que somos, igual que nuestras manos son las del padre o los andares de la madre.
La urbe, ahora pequeña y en declive —nunca fue grande, eso es verdad—, tuvo tiempos que parecieron más prometedores, cuando la montaña daba la mejor carne y leche, las minas el carbón más resistente y las llanuras el mejor pan y vino. Esa ciudad guardaba, y guarda aún, tesoros de un pasado glorioso. Sí, ya sé, hay muchos que opinan que no se debe mirar al pasado. Siento no estar de acuerdo. Creo que es esa la solitaria realidad que nos queda y que puede servirnos de motor para poder seguir  comiendo.
Esta Plaza del Grano, junto con su adulterada, pero aún bella, iglesita del Mercado, que tampoco se llama así, pero que el pueblo, en su pragmática sabiduría bautizó de este modo, es una parte importante de ese pasado, lo único que hasta ahora, por muchos intentos que se han hecho, nadie nos ha podido quitar.
Hemos perdido la montaña; apenas hay ganaderos. Algunos asturianos, igual que se llevaron nuestro nombre de astures, o habitantes de las orillas del Astura, vienen a comprar la jugosa hierba de nuestras laderas y valles, y eso si hay algún hombre que pueda segar y empacar, sino el verde crece y se agosta y se pierde y la montaña se muere.
Nuestro carbón “es muy caro y contamina”, dicen, y las minas, como bocas de difunto asombrado, quedan vacías y silenciosas. Las tierras del pan y el vino ven sus inmensas extensiones, pardas y anchas, sin cantos ni risas, sin trabajadores... yermas.
No soy arquitecto ni ingeniero —ni siquiera arquitecta o ingeniera—, será por tanto mi juicio el del ignorante bocazas. Solo soy una defensora de una tierra a la que amo, que fue grande y que estoy viendo morir día a día. No queda nada; solo pasado. Respetémoslo. Es hermoso y es nuestro. Quizá aquí vinieran bien las palabras del poeta: “No le toques ya más, que así es la rosa”.


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